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lunes, 8 de diciembre de 2014

La fortuna, por Conchita Cintrón

Conchita Cintrón y los sentimientos que despierta el toreo.

A continuación una historia contada por la torera y rejoneadora peruana Conchita Cintrón (1922-2009). Para quienes aún dudan de los valores, sentimientos y emociones que despierta el toreo.
Conchita Cintrón

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La fortuna
Por Conchita Cintrón

Aquella tarde toreaba en Fortín de las Flores y mi maestro por la mañana se había mostrado aún más exigente de lo que solía ser. “Es que tu – me amonestó – recibes al toro por verónicas, rematas con una media, y te vas. ¿Por qué no simulas un quite?... ¿Será que no sabes hacer otra cosa?” “Nada de eso – le contesté – tú sabes que no me gustan actuaciones largas… si toreo con el capote, luego tengo que ir por el caballo y rejonear, aún hacerle faena al toro con la muleta, antes de estoquearlo… ¿a qué vienen los adornos con el capote?” “¡Nada! – contestó desagradado Ruy de Cámara – …lo que pasa es que ya no eres capaz, se te ha olvidado, de hacer cosas bonitas con el percal…”

Como sería de suponer, cuando sonaron los clarines en Fortín, después de torear a la verónica, me eché el capote a la espalda e hice un quite por gaoneras, que, con todo el amor propio acumulado desde por la mañana, no dudo fueron los mejores que ejecuté en mi vida. Cuando las rematé, con una revolera, busqué la mirada de mi maestro, Ruy, que estaba en el callejón; como única respuesta se quitó la gorra y me la arrojó a los pies, honor que de él nunca había merecido, ni volví a conocer. Jamás comentamos, verbalmente, durante los años que nos quedaron por delante, lo acontecido, de allí, quizá, que permanezca en mi memoria como una flor dentro de una bola de cristal. Fue un incidente que nació de la explosiva agitación de un diálogo, para terminar en la perfección de un cristalino silencio.

Saliendo de la plaza, me detuvo una ancianita pobre, vestida de harapos. “¡Ay qué felicidad!”, exclamó… “cuánta cosa linda sentí al verla torear” y con sus palabras se fueron abriendo, en una sonrisa hermosa, sus arrugados labios de abuelita. Notando su aspecto humilde, no pude esconder mi curiosidad y le pregunté cómo había entrado a la plaza. “El matarife es sobrino mío – explicó – y me dejó pasar con él”. “Quiero pedirle algo – añadió la viejecita, y desatando un paliacate que traía en su bolsa, sacó de él un tostón. “Por favor, acepte esto… es muy poquito… pero es todo lo que tengo… y yo quiero regalarle algo para agradecerle lo de esta tarde”. Y al ver que me extendía la mano, para regalarme su moneda, no pude negar lo que me pedían aquellos ojos de azabache. Y aquí tenéis la forma bizarra en que en una tarde de toros recibí una fortuna de quien merecía una limosna.

Guadalajara, 1976

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Aparecido en "El Siglo de Torreón" el domingo 12 de diciembre 1976.

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