El día de hoy se cumplen 35 años del suceso más bochornoso que me tocó presenciar en el estadio Corona. Entre los pleitos de borrachos, zacapelas originadas por sujetos provenientes de Monterrey, conatos de bronca generalizada en las afueras del estadio en las que vimos a los elementos de la extinta Policía Rural cortando cartucho para poner orden, pedradas al autobús de los Tecos tras el robo de un punto a los Guerreros debido a una desastrosa actuación del árbitro José Antonio Garza y Ochoa ─quien en aquella ocasión, según después me contó Marín, tuvo que abandonar el recinto dentro de una patrulla, abordándola en el túnel que comunicaba la cancha por el exterior─, el ocurrido aquel 12 de abril de 1987 fue, como lo digo coloquialmente, “el padre de todos los desmadres”.
Para entender aquellos hechos, es necesario, tras tantos años, contextualizar. Aquel día, se jugaba la jornada 3 de la liguilla de la Segunda División “A”, por el campeonato de la categoría. Tras jugarse las 38 jornadas de la fase regular, los dos equipos que consiguieron mayor cantidad de puntos, en cada uno de los cuatro grupos en los que se dividían los equipos, conformaron dos grupos de cuatro equipos cada uno, para jugar entre ellos una “liguilla” ─pequeño torneo de liga─ en la que el equipo que terminara mejor ubicado tras las seis jornadas, avanzaría a la fase final para disputar el campeonato, y el consiguiente ascenso al máximo circuito del balompié mexicano. Santos Laguna, que había finalizado la fase regular como líder del Grupo 2 y de la tabla general, nueve puntos por arriba de su más cercano perseguidor, llegaba a este partido como segundo lugar del Grupo “B”, con 3 puntos, tras haber derrotado en la jornada 1 como local a la Universidad de Colima dos goles por cero, y haber perdido en la jornada 2 en Cd. Victoria por idéntico marcador, por la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Su rival aquel día fue Zacatepec, que llegaba como último lugar del grupo con solamente 2 puntos. Aquí nuevamente contextualizo. En aquel entonces, en la Primera División, así como en la gran mayoría de las ligas profesionales del mundo, cada partido repartía dos puntos, que eran obtenidos por el ganador del encuentro; en caso de empate, cada equipo se llevaba un punto. De ahí la frase “dividieron puntos”. Pues bien, en la Segunda División se innovó con una pequeña variación: quien perdía no sumaba, en caso de empate cada equipo obtenía un punto; la diferencia era respecto a los puntos obtenidos por victoria obtenida: victoria obtenida por la escuadra local por un gol de diferencia otorgaba dos puntos al triunfador, si el cuadro local triunfaba por un marcador de más de un gol de diferencia, sumaba tres puntos; si el equipo visitante era el triunfador, sumaba tres unidades, independientemente del marcador.
Era la segunda ocasión en la que Santos Laguna accedía a una liguilla por el ascenso. La anterior había sucedido tres años antes, en la categoría inferior: la Segunda División “B”, misma en la que el cuadro lagunero resultó ganador de su grupo, consiguiendo el ascenso a la Segunda División “A”, y además campeón de la categoría tras derrotar en la final del certamen a la Universidad Autónoma de Querétaro. Ahora, disputar el ascenso a la Primera División causaba una mayor expectación. Por lo anterior, los boletos para aquel partido se agotaron rápidamente.
De esta manera, ante un estadio con las gradas completamente llenas, con sobrecupo debido a que un grupo de personas que no consiguieron boleto ingresó tras derribar la puerta de uno de los túneles de las cabeceras, que solamente eran abiertas al final de los partidos para evacuar el inmueble, comenzó el partido. Mientras en la cancha Santos Laguna buscaba ponerse arriba en el marcador, en las tribunas había toda una pachanga: volaban gallinas, víboras, medias rellenas con cal viva. También volaban prendas femeninas ─recuerdo que en la localidad en la que me encontraba voló un sostén color lila de tales dimensiones que, seguramente, había sido usado por una fémina bastante voluminosa─ que causaban hilaridad cada vez que, tras ser arrojadas al aire, caían sobre la cabeza de algún sujeto que en ese momento se encontraba distraido; más adelante, comenzaron también las duchas con “agua de riñón”. Volviendo a la cancha, a los pocos minutos de iniciado el partido, se filtró un balón hacia la banda que hizo que los asistentes nos ilusionáramos, ya que veíamos que el extremo santista a quien le enviaron dicho balón a profundidad, tenía la mesa puesta para ingresar al área enemiga buscando el gol de la quiniela. Pues bien, la ilusión se convirtió en enojo, ya que el juez de línea de la bandera roja ─contextualizo de nuevo: en esos tiempos los jueces de línea portaban uno de ellos una bandera en color amarillo, y la bandera del otro juez era de color rojo─, quien corría por la banda cercana a la tribuna cálida, marcó posición adelantada del extremo lagunero. Ante lo anterior, un enardecido sujeto brincó la malla ciclónica que separaban la cancha de la tribuna, invadió la grama y se dirigió al juez de línea que había osado sancionar aquel fuera de lugar, al tiempo que movía los brazos en actitud de reclamo. Apenas había avanzado pocos metros aquel individuo, fue detenido por el ariete santista Elías Pérez, quien rápidamente lo convenció a regresar a la tribuna.
Regreso al contexto de aquellos años. Vivíamos tiempos aun muy lejanos a la implementación del sistema de repartición de balones alrededor de la cancha. En aquellos años eran asignados solamente tres balones para el desarrollo del partido. Al salir a la cancha la tripleta arbitral, cargaba cada uno de estos miembros un balón. Durante la ceremonia del volado, además de establecer qué cancha ocupa cada equipo, así como quién realizará el saque inicial, los capitanes de ambas escuadras acordaban con cuál de los tres esféricos se jugaría el encuentro. Los dos balones restantes serían los de repuesto. Eran usados en caso de ponchadura o si de la tribuna no volvía. Este par de balones restantes, mientras se desarrollaba el encuentro, se ubicaban junto a uno de los banderines ─iguales a los colocados en cada esquina─ ubicados fuera de la cancha, a un metro de la confluencia de la línea que divide en dos el terreno de juego con cada línea de banda. En el estadio Corona, los balones de reserva normalmente se colocaban junto al banderín del lado de la banda cercana a la tribuna de sombra. Sin embargo, por alguna extraña razón, en aquel partido, los nazarenos decidieron colocar los balones junto al banderín del lado de la tribuna de sol. Pues bien, mientras Elías Pérez conminaba al fulano que había invadido la cancha allá por la esquina entre la línea de banda de la línea de sol, y la línea de meta del lado norte, otro tipejo, en evidente estado de intoxicación, invadió el terreno de juego, también desde la tribuna caliente, pero por el centro del terreno de juego. Tomó cada uno de los balones de reserva y los pateó hacia la tribuna. Hay que decir que la afición reprobó su proceder abucheándolo a la vez que regresaron las pelotas al rectángulo verde. Decía que se encontraba visiblemente intoxicado, ya que este cuate, a diferencia del primer sujeto que saltó a la cancha, quien regresó a la tribuna brincando la malla con habilidad felina, torpemente intentó el regreso a las gradas, terminando por azotar al fondo de la fosa que dividía la cancha de la tribuna.
El partido continuó entre los numeritos anteriormente comentados, tranquilizándose el ambiente un poco tras el gol del lateral derecho santista Tomás Moreno. La preocupación volvió cuando el cuadro de la selva cañera apretó buscando emparejar el tanteador, lo que ocurrió prácticamente sobre la hora, cuando Mario Leal ejecutó un magistral tiro libre que se incrustó en el ángulo superior derecho de la cabaña santista, resguardada por Luis Alberto Lozoya. Lo anterior volvió a encrespar a la concurrencia, que apreciaba cierta animadversión del árbitro Ramiro Casillas hacia el conjunto de casa.
Terminó el encuentro y, mientras en las tribunas se intensificaron los intercambios de líquidos, así como de catorrazos en algunos sectores, ocurrió la tercera invasión de cancha, ahora desde la tribuna numerada. Un iracundo zutano corrió directamente hacia el juez central, a quien intentó golpear. La acción fue nulificada por parte del arquero suplente santista Federico Sánchez, quien se levantó del banquillo, contuvo al energúmeno, el cual, en su frustración, la emprendió frente a Federico, cuyo esfuerzo por neutralizar la embestida de dicho primate fue loable.
Además que rezagarse dos puntos ante la U.A. de Tamaulipas, Santos Laguna sufrió el veto de su cancha por un partido, teniendo que jugar su último partido como local ante los Correcaminos en la ciudad de Zacatecas.
De esta manera, en aquella tarde en la que pareció que la concurrencia se puso de acuerdo para ejecutar todos los desmadres posibles en la tribuna, permeando a la cancha, concluyeron las acciones del torneo 1986-87 en el estadio Corona.Sirva este relato para reforzar lo escrito en el artículo anteriormente publicado. Las tribunas futboleras de la Comarca Lagunera han evolucionado de ser una jungla, a un entorno completamente familiar. Valoremos lo que ahora tenemos.
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