No recuerdo exactamente
si fue en la temporada 1989-90, que fue aquella en la que migramos a Sombra
Norte, o en la siguiente, cuando surgió un joven vendiendo chicharrones de
harina en las gradas de aquella localidad. El sujeto en cuestión era espigado y
daba la impresión de estar un poco tocado de sus facultades mentales; la
mercancía por él vendida eran pequeñas bolsas de plástico llenas de frituras de
harina – a las que, cuando menos en La Laguna, llamamos “chicharrones” o
“duritos” – las cuales tenían un doblez en la parte superior; el lugar en donde
se ubicaba dicho doblez era ensartado en un trozo de alambre grueso, cuyos
extremos eran posteriormente anudados, para formar una argolla de la cual
pendían las botanas empacadas. Este sujeto iniciaba la venta de su mercancía
una vez que el encuentro comenzaba, aparecía por el túnel de acceso llevando la
argolla portachicharrones en una mano, mientras que con la otra sostenía una
botella que contenía salsa picante, la cual era agregada a las frituras si así
lo deseaba el cliente; comenzaba a recorrer escaleras y pasillos de la
localidad ofreciendo sus botanas gritando:
—YA LLEGARON LOS
DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS… SABROSOS LOS DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS… RECIÉN
HECHECITOS LOS DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS…
Por momentos se
desaparecía de las gradas y regresaba minutos después a continuar con la venta
de su producto, gritando:
—REGRESARON LOS
DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS… CADA VEZ ESTÁN MÁS RICOS LOS DUUUUUUUROS DUROS
DUROS DUROS…
Durante el segundo
tiempo de uno de los partidos, bajé al baño y vi al vendedor de duros tomándose
una cerveza en las inmediaciones del túnel de acceso, en el que se ubicaba una
barra en la que se expendía la tan refrescante “agua de cebada”; durante el
trayecto del sanitario al lugar que ocupaba en la tribuna, uno de los
vendedores de cerveza me comentó que el joven de los “duros” solía acudir a
aquella barra a intercambiar el producto de la venta de su producto por vasos
llenos de la dorada y espumosa bebida; es por eso que en ocasiones causaba
hilaridad cuando, en los minutos finales del partido, una vez que se le había
agotado su mercancía, continuaba recorriendo la tribuna mostrando la argolla de
alambre, ya sin bolsa alguna colgando de ella, mientras que con su otra mano
seguía cargando la botella de salsa picante mientras gritaba:
—SE ACABARON LOS
DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS… PERO VOLVERÁN LOS DUUUUUUUROS DUROS DUROS DUROS…
En una ocasión, la
venta de “duros” fue bastante buena, tanto así que recaudó lo suficiente para
agenciarse – y engullirse – una muy buena cantidad de cervezas, las cuales
mermaron su sentido del equilibrio; la concurrencia notó aquella escena,
mientras lo veían avanzar por el pasillo superior con ese pasito
“cae-que-no-cae” tan característico de quienes se encuentran demasiado
alcoholizados, comenzaron a gritarle:
—EA, EA, EA… – a
cada paso que daba.
—Que baile el de
los duros – gritaba otra persona desde las inmediaciones de las gradas.
—EA, EA, EA… –
continuaba el grito a coro de la concurrencia, como tarareando la melodía que
parecía bailar el vendedor de “duros” con su trastabillante andar.
En una de tantas, el
“ea, ea, ea” se transformó en un grito personalizado para el beodo vendedor:
—DUROS… DUROS… DUROS…
– aquel coro de guasa emergía cada vez más sonoro desde las gradas de Sombra
Norte.
Mientras la mayoría de
la concurrencia a Sombra Norte se encontraba distraída con el vacilante andar
del vendedor de duros, la tribuna de Sol se encontraba metida de lleno en aquel
cerrado partido; de esa manera, al escuchar el grito proveniente de la
localidad vecina, que fue interpretado como “DURO… DURO… DURO”, lo secundaron
suponiendo que era un grito de apoyo a aquellos guerreros que estaban
derrochando un gran esfuerzo sobre la grama; en Sombra Norte, la hilaridad
creció al suponer que los de la tribuna cálida secundaban la vacilada a costa
del vendedor que se encontraba a punto de caer, mientras que la raza de sol
alentaba con aquel grito cada vez más estentóreo: “DURO… DURO… DURO...”
En ese momento, Dolmo
recibió el balón pegado a la banda izquierda para desbordar por dicho extremo,
cuando estaba a punto de llegar a la línea de meta envió un centro templado con
dirección al manchón de tiro penal, que ahí fue rematado por Juan Flores; de un
salto el hondureño se elevó para propinar al esférico un sólido frentazo,
enviándolo al fondo de la cabaña enemiga; ese gol, que provocó la enloquecida
algarabía de la concurrencia, significó la consecución de un punto más para la
cosecha guerrera.
De esa manera, aquel
grito que comenzó como una acción de cotorreo
a aquel folclórico vendedor, se convirtió en un mítico grito de guerra que,
históricamente, ha alentado a quienes han portado la camiseta verdiblanca a
conseguir desde la conservación de la categoría hasta los triunfos y títulos
que lo han encumbrado y glorificado.
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