El “Referí” Gallardo Pérez, por Osvaldo Soriano
Hagamos una breve
remembranza de los acontecimientos de violencia en las tribunas que se han suscitado en
estos últimos años: los destrozos de unos vándalos queretanos en el “Diez de
Diciembre”; las broncas callejeras a las afueras de Ciudad Universitaria en
cada ocasión en que la U.N.A.M. y América se encuentran; los escandalitos - con
herido grave incluido – después de cada clásico regiomontano; los inadaptados
seguidores de América que, en un partido ante Sao Caetano por la Copa
Libertadores llegaron a aventar a la cancha una carretilla; y el más reciente,
el vergonzoso espectáculo de los seguidores de Guadalajara en el clásico
tapatío, quienes estuvieron a punto de linchar a varios elementos de la policía,
son algunos ejemplos enunciativos, mas no los únicos. Anteriormente se habían
dado algunos como aquel que sucedió en la temporada 1987-88, cuando alguien en
el estadio Marte R. Gómez de Cd. Victoria aventó un envase de vidrio a la
cancha; el árbitro Bonifacio Núñez lo recogió, se lo guardó en la bolsa
posterior de su pantaloncillo y caminó para entregarlo al Inspector Autoridad;
cuando se dirigía a hacerlo, un sujeto se le acercó, le sacó el envase de la
bolsa y, con ese mismo envase de vidrio, lo golpeó en la cabeza; afortunadamente, lo cabezadura
del buen Boni le evitó que este
penoso accidente le causara lesiones qué lamentar. También fue penoso el
incidente de invasión de cancha en aquella ocasión en la que Zacatepec
descendió por última ocasión, con bronca generalizada en el “Coruco Díaz”.
A propósito de lo anterior,
recordé un cuento del gran escritor argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) en el
que nos relata un ejemplo de hinchadas orgullosas y salvajes. Desafortunadamente,
no está – en algunos casos – nada lejos de la realidad.
Gallardo
Pérez, referí1
Osvaldo
Soriano
Osvaldo Soriano |
Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la
Patagonia, el referí era el verdadero protagonista del partido. Si el equipo
local ganaba, le regalaban una damajuana2 de vino de Río Negro; si perdía, lo
metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el
referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas.
Había, en
aquel tiempo, un club invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no
tenía más de trescientos o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las
dunas, con una calle central de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe,
como en el far-west. A orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un
alambre tejido y una tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las
"preferenciales", las de los comerciantes, los funcionarios y los
curas. Los otros veían el partido subidos a los techos de los Ford A o a las
cajas de los camiones de la empresa que estaba construyendo la represa.
Todos nosotros estábamos bajo el influjo del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso, pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.
Yo jugaba en
Confluencia, un club de Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un
ingeniero italiano que tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las
calles no habían sido pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia
había que conseguir camiones con ruedas pantaneras. Confluencia nunca había
llegado más arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy
de vez en cuando, pero le dábamos un susto.
Ese día
teníamos que jugar en la cancha de Barda del Medio y nunca nadie había ganado
allí. Los equipos "grandes" descontaban de sus expectativas los dos
puntos3 del partido que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de
Barda del Medio, parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos
como nosotros suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban
como si estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada
como visitantes, era impensable perder en su propia casa.
El año anterior les habíamos ganado en nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un penal y piadoso gol en contra de Gómez, nuestro marcador lateral derecho. Es que nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol en su reducto. Entonces, todos los equipos que iban a jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el partido estaba perdido de antemano. El referí llegaba temprano, almorzaba gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado en goleada, se quedaba para el baile.
Ese día
inolvidable, nosotros salimos temprano y llevamos un equipo que nos había
costado mucho armar porque nadie quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo
era muy joven y recién debutaba en primera y quería ganarme el puesto de centro
delantero con olfato para el gol. Los otros eran muchachos resignados que iban
para quedarse en el baile y buscar una aventura con las pibas de Las Chacras.
Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos
vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez,
hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo
estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el
equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo
que decía con lo quería decir.
Le dijimos - y éramos sinceros - que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.
Le dijimos - y éramos sinceros - que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.
Ni bien saludamos al público que nos abucheaba, el defensa
Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no te hagas el piola
porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos y allí estaban,
pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez habían dejado
colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y lo traté de
"señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado por una
cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia a
los otros delanteros.
La primera media hora de juego fue más o menos tranquila.
Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro arquero, el Cacho
Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado escandaloso y nos
habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un tiro en un poste y
el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que ellos vinieran a hacer su
gol de cabeza.
Pero ese día, por desgracia, estaban sin puntería y sin suerte.
Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro arco, pero no había
caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área, ellos la tiraban afuera.
Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a las nubes o a las manos del
arquero.
Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez
expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales. El primero salió por
encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día, como dijo en voz
alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris. El problema parecía
insoluble y la tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que
jugábamos sucio. Al promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes4.
El escándalo se precipitó a cinco o seis minutos del final. El
Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón, rechazó una pelota muy
alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía arrastrando los talones.
Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió la pelota y se cayó. La
tribuna se quedó en silencio, un vacío que me calaba los huesos mientras me
llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un fraile español.
El arquerito de Barda del Medio no entendía nada. No sólo no
podían hacer un gol sino que, además, se le venía encima un tipo que se
perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de tiro. Entonces salió a
taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no habría noche de
baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en el árbol de fama
siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto, narigón, de pelo
duro, y tenía una camiseta amarilla que la madre le había lavado la noche
anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos y se infló como un erizo
para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la adolescencia,
que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de Giovanelli y de
Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.
Le amagué una gambeta y toqué la pelota de zurda, cortita y
suave, con el empeine del botín, como para que pasara por ese paréntesis que se
le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó con el driblin y se tiró
de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el baile de Barda del
Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una gota de agua que se
escurre entre los dedos.
Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.
Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.
No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a convalidar el gol
porque era tanta la gente que invadía la cancha y empezaba a pegarnos, que todo
se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la cabeza con la valija del
masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los frascos se
desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos la cabeza.
Los cinco o seis policías del destacamento de Barda del Medio
llegaron como a la media hora, cuando ya teníamos los huesos molidos y Gallardo
Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red que habían arrancado de uno de
los arcos.
Nos llevaron a la comisaría. A nosotros y al referí Gallardo
Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo engominado y cara colorada,
nos hizo un discurso sobre el orden público y el espíritu deportivo. Nos trató
de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran a cortar los yuyos5 del
campo vecino.
Mientras anochecía tuvimos que arrancar el pasto con las manos,
casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda del Medio nos espiaban
por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta alguna botella vacía.
No recuerdo si nos dieron algo de comer, pero nos metieron a
todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo Pérez, que parecía un
pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas, calambres y un ataque de
asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa cancha con otra, ese
partido con otro, ese gol con el que le había costado los dos dientes de arriba.
Al amanecer, cuando nos deportaron en un ómnibus destartalado y
sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro arquero, el Cacho Osorio, se
acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho un gol así. "Se comió el
amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un rato agachado, moviendo los
brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese gol.
Cuando se
despertó, a mitad de camino, Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me
llamaba. Seguía en calzoncillos pero tenía el silbato colgando del cuello como
una medalla.
- No se cruce
más en mi vida - me dijo, y la saliva le asomaba entre las comisuras de los
labios-. Si lo vuelvo a encontrar en una cancha lo voy a arruinar, se lo
aseguro.
- ¿Cobró el gol? - le pregunté. - ¡Claro que lo cobré! - dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse - ¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.
- ¿Cobró el gol? - le pregunté. - ¡Claro que lo cobré! - dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse - ¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.
- Gracias - le
dije y le tendí la mano. No me hizo caso y se señaló los dientes que le
faltaban.
- ¿Ve? - me dijo -. Esto fue un gol de Sívori de orsai6. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.
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- "Referí" es un argentinismo. Así se le nombra al árbitro, en alusión al término inglés "Referee".
- Garrafa, generalmente de forma esférica, normalmente de tamaño grande.
- Es preciso recordar que, en aquellos tiempos, se otorgaban dos puntos por partido ganado y no tres como en la actualidad.
- Piedra pequeña, pedazo de escombro, cascajo.
- Maleza, hierba mala.
- Otro argentinismo. Derivado del término inglés "Off Side": "fuera de lugar".
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