Diálogos con Tadeo – Capítulo IV
Eduardo Brizio |
Tras algunos meses de no verlo,
recibí llamada de mi buen amigo Tadeo, el seguidor incansable de programas
deportivos y redes sociales, citándome a la botana sabatina.
—Ya que no habrá futbol esta
semana, hay que vernos cuando menos para platicar – fue su invitación.
Lo noté molesto. Quedamos en vernos
en el bar de costumbre a las 2 PM, tras finalizar el programa radiofónico en el
que participo cada sábado.
Al arribar al bar, pensé en un
principio que Tadeo aun no llegaba, ya que encontré vacías las mesas pegadas a
la puerta, en las que mi amigo suele instalarse. Cuando me disponía a preguntar
por Tadeo a Amarildo, el barman – realmente se llama Fulgencio, fue bautizado
como Amarildo por el camello Murra, uno
de los asiduos parroquianos, tras su regreso a la barra luego de convalecer de
una hepatitis que lo atacó hará cosa de unos seis años –, lo vi sentado,
sorpresivamente, en una escondida mesa junto a un rincón. Su semblante era una mezcla
de tristeza y enojo, por lo que lo saludé diciéndole:
—¿Y tú qué chingados traes ahora,
Tadeo?
—¿Por qué, o qué? — fue su retadora
respuesta.
—Pues traes cara de perro
regañado, cabrón. Hasta al rincón te mandaron.
—Ando encabronado. ¿Cómo quieres
que ande?
—Cada quien anda como puede, güey
– fue mi respuesta –.
Me senté a la vez que avisté a “Arturín”,
un simpático mesero a quién grité en tono enérgico.
—Mijo, tienes seco a este cabrón –
refiriéndome a Tadeo –. ¿Ya no lo quieres, o qué?
—Llegó mentando madres –
respondió –, que lo atienda su mamá. Me le acerco y capaz que me suelta una
mordida.
—Tráele un tanque – ordené –, y
otro para mí. Si te quiere morder, de aquí le jalo el bozal.
Tadeo quería reir, mas su
semblante no dejaba de reflejar molestia. Continué cuestionándolo:
—Y a todo esto. ¿Qué fue lo que
te hizo encabronar?
—Ya sabes lo que sucedió ayer.
Pinches árbitros nos dejaron sin futbol este fin de semana. Eso me tiene
encabronado… Y tú también deberías estarlo, en lugar de defender al aire a esos
cabrones. Te escuché, en el programa.
—¡Bájele de güevos y no ande manoteando, muchacho! – lo corté en seco –. De
entrada, no nos dejaron sin futbol. Mira – señalé el televisor que se encuentra
montado en una de las paredes del bar – : en la tele hay liga española. Mañana
habrá futbol español, italiano, holandés, alemán…
—Me interesa el nuestro, mi chavo…
el mexicano. Anoche ni mi caguama me pude tomar porque no pasaron el partido.
—Me hubieras invitado – respondí –,
y nos la hubiéramos tomado platicando de otras cosas. Pero dime: ¿Tú crees que los
árbitros son los culpables de que esta jornada no haya futbol?
—¡A HUEVO! – gritó – Ahora
resulta que ellos son quienes quieren ordenar qué sanción merece cada jugador.
¡Que no jodan!
Edgardo Codesal, Antonio R. Márquez y Arturo Brizio |
Arturín, quien en ese preciso
instante nos servía nuestros tanques
de cerveza bien helada y la botana correspondientes, interrumpió:
—¡Éytale! No ladre. Llévalo a
vacunar, compa... – me dijo, al tiempo que, esbozando una socarrona sonrisa,
anotaba el importe de lo que nos había despachado en el cartoncillo ubicado en
el servilletero del centro de la mesa.
—Ya ves. No te encabrones, que
asustas a Arturín – quien en ese momento se retiraba –. Pero bueno, volviendo a
los árbitros. Ellos no están pidiendo sanción a su antojo. Sólo quieren que se
aplique el reglamento. A dos de ellos los golpearon, y la sanción
correspondiente, la que indica el reglamento, es de un año. ¿Es mucho pedir?
—Pero si no les pasó nada…
—Ah. ¿Tiene que correr sangre, o
sacar chipote, para que se dicte una sanción así? Si alguien te dispara y no
atina el balazo, ¿es atenuante?
—Pero ellos se lo ganan, por ser
tan prepotentes, además de malos y tendenciosos.
—Mira, Tadeo. Son como los
profesores de la escuela. Hay de todo. Algunos lo son por vocación; otros,
porque fue de lo que encontraron trabajo; otros más, para desahogar sus
complejos. Sin embargo, nos guste o no, son la autoridad dentro del terreno de
juego. El hacerlos ver como simples instrumentos, simples patiños, cuyas
decisiones pueden ser revocadas en la mesa, los hace a un lado. Si no les van a
respetar la autoridad con la que los reglamentos los facultan, vayamos jugando
sin árbitros, como en el barrio. ¿Son prepotentes? Algunos sí lo son. ¿Son
malos? Desgraciadamente, lo son en su mayoría. ¿Por qué, si son tan malitos,
siguen actuando? Tengo mi teoría. En un momento te la diré. Y de que son
tendenciosos: no creo que lo sean por iniciativa propia, sino que son víctimas
de las circunstancias.
—A ver, explícate. Si con tan
malos los árbitros mexicanos, ¿por qué son ellos los que pitan?, ¿no hay otros
mejores?
—No dudo ni tantito que haya
otros árbitros mejores…
—Entonces, ¿por qué no los contratan
a ellos?
—Es un tema muy interesante,
Tadeo. En este momento, nos damos cuenta de que la tan cacareada “profesionalización”
del arbitraje mexicano es un intento completamente fallido…
—¿Eso qué tiene que ver?
—Vámonos hacia atrás, Tadeo.
¿Recuerdas a los árbitros de antaño?
—Si. La mayoría unos ruquitos
pelones y bofos…
—Pues esos ruquitos pelones y
bofos, de los que hablas, imponían respeto a los jugadores. Algo que estos
cuates no saben hacer… Hablo de que el respeto no se adquiere así porque sí,
sino que se gana.
—Entonces, ¿por qué ya no hay
árbitros como ellos?
—Regreso a lo mismo. Vamos
uniendo las piezas mientras le damos en su madre al chamorro que viene llegando
– comenté mientras Arturín colocaba al centro de la mesa el rico manjar,
acompañado de tortillas, salsa y limones.
—Y tráete otros dos tanques más –
complementó Tadeo, ya un poco menos crispado.
—¡Ándele! ¿Qué le cuesta hablar
como la gente decente? – reviró Arturín mientras se alejaba, divertido.
Tras una pausa, en la que
procedimos a separar la carne del hueso de aquel delicioso chamorro adobado,
para posteriormente colocarla en nuestra respectiva tortilla, agregarle una
cucharada de salsa y exprimirle encima una mitad de limón, Tadeo retomó el hilo
de la charla:
—Une las piezas, pues…
Bonifacio Núñez |
—Fíjate bien. Regresemos a los
árbitros de aquellas épocas. Efectivamente, su aspecto físico no era el de los
actuales. Eran silbantes que no imponían por su complexión, sino por su
personalidad. Aquí, antes de que repliques, quiero que te vayas al contexto de
aquellos días. Aquellos árbitros no vivían del arbitraje. Cobraban por ejercer
con el silbato, es cierto, pero el arbitraje no era su principal actividad. Ejemplos
te voy a dar unos cuantos, por si no lo sabes o no lo recuerdas. Mario Rubio,
Teniente Coronel en el Ejército Mexicano; Arturo Brizio, Abogado; Eduardo
Brizio, Veterinario; Bonifacio Núñez, Vendedor de vehículos; Armando Archundia,
Abogado y Economista; el mismo Edgardo Codesal, tan cuestionado, Médico. Y
otros más que no recuerdo su profesión principal, pero eran personas a las que
los jugadores veían con sumo respeto: Marcel Pérez Guevara, Marco Antonio
Dorantes, Antonio R. Márquez…
—¿Y los actuales?
—Los silbantes actuales, para
poder actuar, deben dedicarse única y exclusivamente al arbitraje.
—Pues eso está bien. Si se
dedican a una sola cosa, no se distraen.
—Tu apreciación sería correcta, si
en los hechos, los nazarenos tuvieran un contrato fijo, que por dedicarse al
arbitraje se les resolviera la situación económica. Pero sabemos que no es así.
Un árbitro actual cobra a destajo. Es decir, si es programado para actuar, esa
semana recibe dinero. Si no es programado, no gana. Y encima de todo, no le es
permitido tener una actividad adicional para asegurar su sustento. ¿Te parece
correcto?
—Claro que si – manoteó Tadeo muy
convencido –, que piten los mejores. A los otros, si no les parece, que dejen
de arbitrear y se dediquen a otra
cosa.
—A ver, Tadeo. Tú que te la pasas
escuchando cuanto programa deportivo sale al aire, seguro en más de una ocasión
has escuchado cuando a equis o ye árbitro no lo han programado para
pitar después de haber recibido inconformidad contra él de parte de cierto
equipo, cierto director técnico o cierto directivo. Nos damos cuenta que la
preocupación con la que sale el árbitro al terreno de juego no es
principalmente la de procurar justicia, sino la de quedar bien con los dueños
del espectáculo, para asegurar seguir recibiendo dinero. Por lo mismo nos
parecen tendenciosos. No hay árbitro que no se equivoque. Agrégale que ahora
sus equivocaciones son magnificadas por la tecnología, por ex árbitros que los
ponen “bajo la lupa” señalando a toro pasado qué debió marcar. Entonces la
preocupación de los árbitros ante la duda es que, si se han de equivocar, deben
hacerlo a favor del equipo poderoso, del equipo mediático, del equipo que más
presiona en la Liga. Porque sabemos que, para rematar, cuando se presiona
mediáticamente, quien preside la comisión de arbitraje, muy diplomáticamente,
decide suspender al silbante cuestionado hasta que el asunto se enfríe. Y en lo que se enfría, el
silbante cuestionado deja de llevar el pan a la mesa de su familia.
—¿Seguro que es así? – preguntó Tadeo
mientras el tamaño de sus ojos parecía abarcar una mayor proporción de su
rostro.
—Recuerda tanta noticia que
escuchas cotidianamente y, como te decía anteriormente, arma el rompecabezas.
—Son chingaderas… con razón.
—Y, para terminar de responder
otra pregunta que me formulaste hace unos momentos: seguro que hay elementos
con mayores facultades para actuar como árbitros. No lo son porque no aceptan
las actuales condiciones de trabajo de quienes así ejercen. Aquellos árbitros
ruquitos, pelones y bofos, no vivían del arbitraje. Por eso hacían su chamba. No
tenían la presión de quedarse sin dinero si se equivocaban. No quiero decir que
les valía madre, pero en este aspecto no tenían el estrés que tienen los
nazarenos actuales.
—Son chingaderas, entonces –
exclamó Tadeo, mientras yo levantaba la mano para pedir la cuenta.
—Hay otro elemento que lo agrava
todo – proseguí –. Te decía que los árbitros son buenos, regulares y malos,
como los profesores. De la misma manera que sucede con los profesores, que en
muchos casos pasaron de ser una autoridad en muchas ocasiones incuestionable a
meras ventanillas que, durante un período, se dedican a desahogar el trámite de
“enseñanza/aprendizaje” de los alumnos, para finalmente otorgar calificaciones
aprobatorias, independientemente del desempeño; finalmente, el alumno paga… y
como “el que paga, manda”, el profesor es ahora subordinado y, en muchas
ocasiones, hasta rehén del alumno. Así sucede con muchos jugadores, que vienen
de estratos sociales, económicos y culturales muy bajos. Al volverse
profesionales y ganar cantidades de dinero que en su vida imaginaron, se
sienten poderosos, intocables… y no van a permitir que un pobre muerto de
hambre con un silbato les imponga autoridad alguna. De ahí deriva que estos
divos lleguen ahora al extremo de no sólo insultar de palabra, sino de
gesticular, encarar y, como vimos hace unos días, golpear a los árbitros. Total:
el jugador se siente protegido por sus directivos, mientras que el árbitro no
lo está.
—¡Mmmmtamadre! Y yo que pensé en
algún momento probar suerte como árbitro – dijo tristemente Tadeo.
—Pues anímate, cabrón. Seguramente
pronto estarán contratando.
—¡NEL! ¡Ni madre! – respondió Tadeo
mientras entregamos a Arturín el importe de la cuenta, así como su bien
merecida propina.
Dimos el último sorbo a nuestro
respectivo tanque, prometimos no dejar pasar tanto tiempo para volver a
reunirnos, y enfilamos rumbo a la puerta. A medio camino escuché la voz de
Arturín, quien me gritó:
—Hasta luego, Macías. Y qué bueno
que pudiste domesticar al perro ese…
—¡Chinga tu madre! Respondió
Tadeo mientras cruzaba la puerta que da a la calle, entre risas de Arturín, Amarildo
y una gran proporción de parroquianos…. Incluyéndome.
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